Desde hace años las mamás guardan un secreto. No es quizás
demasiado importante, pero sé que cambiaría mucho la visión de los niños más
pequeños, pues desvela la verdad sobre quién estira en realidad las sábanas de
nuestra cama hasta que tenemos doce años.
Las madres se empeñan en hacernos creer que mientras nosotros
estamos en el colegio, ellas dedican un ratito a volver a poner en orden todas
las camas de la casa, pero yo he descubierto que para nada eso es así.
Una mañana que fingía estar enfermo me levanté de la cama y
puse el canal Clan con dibujos animados en la televisión del salón. Mi madre se
movía aspiradora en mano por las demás habitaciones de nuestra casa, y yo sentí
curiosidad por ver cómo realizaba las tareas de una forma tan rápida, por lo
que me acerqué de puntillas a observarla por la puerta entreabierta de mi
habitación. Cuál sería mi sorpresa cuando encontré a cinco pequeños duendecitos subiendo y
bajando, de cabecera a pies y de pies a cabecera por toda la longitud de mi
cama tan rápidos como la luz. En la mesita de noche, debajo del flexo, se
encontraba el que parecía el más viejo de los geniecillos, garrota en mano,
dando instrucciones a los demás con
movimientos airosos y con una mueca seria que dejaba intuir en el pequeño
espacio que se abría entre su frondosa barba. Dos duendes pequeños que parecían
hermanos gemelos, rodaban cuerpo en tierra de un lado a otro de la cama,
eliminando cualquiera de las arrugas que habíamos provocado en la sábana
bajera. Los hermanos iguales vestían pecas y una risa que se hacía más y más
contagiosa según pasaban los segundos del divertido espectáculo circense. En la
esquina, una duende mayor con falda de vuelo intentaba que la goma se metiese
por debajo del colchón, pero no podía sola, y regañaba una y otra vez a la que
parecía su hija adolescente, que tenía las manos ocupadas en la que parecía un
teléfono móvil de duende. Entre tanto caos, apareció un duende pequeño, tan
pequeño como una lenteja, gateando por toda la sábana y volviendo a construir las
arrugas que los hermanos gemelos estaban alisando. Yo no podía parar de reír,
pues esa familia de duendes se parecía mucho a mi familia cuando preparábamos
un día de comida en el campo.
Con el sonido de dos golpes secos en la mesita de noche,
todos levantaron la cabeza y tornaron sus muecas en un gesto de sorpresa. El
que parecía el abuelo del grupo, dio algunas indicaciones con su garrote y
todos comenzaron a moverse rápidos y coordinados como una máquina de imprenta.
Los gemelos volaban estirando la sábana, y la madre y la hija colocaron las
esquinas en un abrir y cerrar de ojos. El bebé se puso al lado del abuelo,
jugando con las borlas que colgaban del mango de la garrota. Cuando terminaron
con la sábana bajera, cogieron mi sábana de Mickey Mouse y de un salgo desde
los pies a la cabecera la estiraron, mientras los gemelos alisaban de nuevo la
funda de la almohada. En una maniobra que parecía la de unas fuerzas
especiales militares, cada uno de los cuatro se agarró a una esquina del
edredón, saltaron alto y se dejaron caer como el que baja en paracaídas desde
el cielo, quedando perfectamente alineado el dibujo que ribeteaba el edredón
con las aristas del colchón.
Me había quedado embobado. Mi madre estaba acercándose a la
puerta agitando los retales de trapo atados a un palo que utilizaba para mover
el polvo, y una nube de partículas invadió mis fosas nasales, produciéndome un
gigantesco y mocoso estornudo. Al abrir los ojos, mi madre me miraba de cerca,
inquisitiva, y detrás de ella solo se encontraba la cama perfectamente hecha.
Yo sé que ella intuye que conozco este secreto, pero no quise
revelarlo hasta hoy, porque aún tengo once años y once meses, y todavía puedo
aprovecharme de estos curiosos compañeros trabajadores. ¡Ya habrá tiempo para
hacer la cama por mí mismo!
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